"El velo y la licencia"
[...] Al igual que sucede con los cavernosos silogismos con los que las feministas norteamericanas terminan defendiendo una convención divina, social y antioccidental —pero tan sexista como cualquier otra—, el momento en que un considerable grupo de celebridades feministas mexicanas se lanza en contra de lo mismo que preconiza es un jeroglífico que al final nadie quiere destrabar.
Soy parte de él, sin embargo, me guste o no. No quise examinar con la atención debida las señales que prefiguraban la escalada de imposturas con las que el feminismo radical terminaría obrando en contra de mi independencia como creadora y a favor de una de las empresarias escritoras más adineradas y cursis de Latinoamérica, Laura Esquivel, presunta plagiaria no comprobada de varios argumentos de una novela mía, y comprobada protegida de la consabidamente impoluta escritora Elena Poniatowska (quien la lanzó al mercado editorial con un prólogo suyo, como acostumbra hacer con aquellas escritoras a las que acepta amparar bajo su “gran matriz que las acepta y recoge”, tal como documenta involuntariamente la periodista Verónica Ortiz en entrevistas concedidas con motivo de su libro sobre las escritoras protegidas por Poniatowska1). Simplemente, para mí era impensable la conclusión sobre la que se desbocaron en aquel entonces quienes hoy levantan la voz del lado de las valientes defensoras de los derechos de las mujeres; conclusión de la que hace diez años no pude hablar en virtud de las mismas circunstancias que también hoy en día pueden penalizar el periodismo: en México, cualquier empresario, sea pornógrafo o confeccionadora de novelas rosas, o de libros de autoayuda, tiene más protección legal que una escritora si se demuestra que ésta “le arruinó su negocio”.
Y el de Laura Esquivel, ni qué duda cabe, es un negocio. Sin embargo, ahora que ya transcurrieron diez años y que el libro-negocio de Laura Esquivel rindió en ventas todo lo que tenía que vender, lo único que queda sobre las cenizas de las habladurías con las que las feministas y sus amigos me cercaron como si de fundamentalistas panistas apostólicos en contra del aborto se tratara, es el recuerdo de un despropósito por el que hoy se convierten en insecticidas de sus propias palabras y de su propia campaña política.
Pero entre el naturalismo y el cabaret siempre hay géneros intermedios que los hacen posibles: aquí también, entre ese principio tan sólo inquietante y el momento en que las quejumbres telefónicas y de reuniones sociales de Laura Esquivel ante sus amistades ocasionaran sucesos estrambóticos, como el hecho de que me corrieran de los lugares donde trabajaba como guionista, que me quedara sin dinero, sin perspectivas de empleo en mi profesión, con amigos huyendo de mí por miedo a que los fueran a identificar conmigo, y hasta con mi madre asustada de que la mujer del director de la Sección Espectáculos de La Jornada estaba ya difundiendo versiones corregidas y aumentadas de mi vida, según las cuales yo misma había terminando fraguando el supuesto plagio porque “no cabía duda” de que era amante del cineasta y ex marido de Laura Esquivel (un director muy famoso pero al cual ni en fotos sin pie de página podría yo identificar), se tomaron decisiones que no fueron producto del azar. Mucho antes de que ese capítulo estridente y final en el que las hoy guardianas de la libertad de expresión actuaban contra una escritora independiente que llevaba dieciocho años viviendo de escribir, sin becas, sin marido ni ex marido, que rentaba casa sola y que no se había casado nunca ni tenía hijos por convicción feminista, hay muchos episodios intermedios.
Y uno inicial: el que no me tomé la molestia ni el tiempo de considerar en toda su incongruente magnitud debido a que la realidad puede ser más ramplona de lo que a mí me habría gustado imaginar en aquellos días en los que despertaba sana, joven y feliz, en los cuartos de azotea en los que escribía novelas y cuya renta pagaba con mis regalías como libretista del bar El Hábito. Como ocurre con las redes de encubrimiento en otros terrenos, esto ni siquiera empezó con quien terminaría; mucho menos del modo como acabaría.
Increíblemente, empezó con la escritora Carmen Boullosa. O, mejor dicho: conmigo en mi cuarto de azotea leyendo en el periódico La Jornada una entrevista con Carmen Boullosa en la que la autora de Antes informaba desde Alemania estar escribiendo —con una beca de las autoridades alemanas— una novela. Lo notorio fue que contó el argumento y que éste era portentosamente parecido al del libro que yo acababa de publicar, Un Dios para Cordelia (la mayúscula en “dios” por obra de una de las pocas líneas argumentales de la historia que nadie me copió por ser un planteamiento ateo, siempre fue tan intencional como los actos de mis enemigas). Según Boullosa, su libro ocurría también en un futuro, era protagonizado por una heroína que se llamaba Cordelia y narraba dos historias paralelas, una ubicada en el cielo y otra en la tierra. El tema era la pérdida de la memoria colectiva, como en mi novela.
Yo había sometido mi manuscrito a consideración de varias editoriales y hasta a un concurso de novela que no gané (incluso recuerdo que la premiada fue Ángeles Mastretta por Mal de amores, publicada por la emprendedora casa Alfaguara en 1996. Para más informes se pueden consultar en línea los plagios del entonces director de Alfaguara, Sealtiel Alatriste, las razones de su renuncia como coordinador de Difusión Cultural de la UNAM y las trampas de Alfaguara). ¿Quiénes habían sido los inescrupulosos jurados o dictaminadores** en cuyas manos había caído mi trabajo? Lo ignoraba, pero era evidente que nadie le había informado a Carmen Boullosa que esa historia que quién sabe cómo había conseguido leer y con la que se había postulado para una beca para ir a Alemania a inspirarse (¿?) y a escribirla estaba ya en la imprenta, lista para ser publicada bajo el sello de la editorial Océano.
En aquel entonces yo trabajaba para Jesusa Rodríguez escribiendo sus espectáculos y pensé que podría recomendarme qué hacer porque a Carmen la conocía bastante bien: tal como era públicamente sabido, habían sido novias hacía muchos años y el romance había derivado en una entrañable amistad. Mi entonces directora, quien acababa de leer mi novela Un Dios para Cordelia, revisó la entrevista aparecida en el periódico y, según me informó, no tenía idea de qué había pasado ni cómo había tenido lugar semejante coincidencia de temas y personajes, pero —dijo— iba a hablar con por teléfono con la también ganadora de la beca Guggenheim y a preguntarle sobre el particular.
Nunca supe si hablaron de larga distancia o en persona ni cuando, pero algo pasó, pues lo que sí hizo Carmen Boullosa en la dicha novela titulada Cielos de la tierra (¡también! Alfaguara, pero en 1997), fue poner que debido a la tal pérdida de memoria su protagonista se había cambiado el nombre y ahora se llamaba Lear, y no sé si para curarse en salud o qué, pero metió un prólogo que decía que su libro “no es un libro de autor sino de autores” y que "la verdadera autoría" no pertenecía más que "al pulsar de una violencia destructiva" que ella "percibió en el aire". La trama generada por tal “violencia destructiva” siguió desarrollándose, como su nombre lo indica, en dos planos, uno celestial y otro terrestre en un futuro cercano. Por lo demás, el dicho libro que Boullosa “percibió en el aire” inauguró en México una práctica que hasta entonces sólo se trasminaba en el periodismo cultural, consistente en transformar el espacio periodístico en territorio de publicidad para los padrinos y amigos. La también ganadora del Premio Villaurrutia fue la primera que, con una novela, hizo esto mismo de forzar un texto insertando anuncios comerciales, más allá del homenaje o la necesaria mención: puso que en la literatura de ese futuro del que estaba hablando su historia de ficción pervivirían los libros de sus cuates2, quienes, quizás sólo por mera coincidencia, participaron en la presentación de su novela en la ciudad de México. Y, significativamente, al menos en lo que al tema del feminismo concierne, también cabe recordar que, pasados algunos años escribió otro libro que presentó en El Hábito con Jesusa Rodríguez y la controvertida ex jefa de gobierno Rosario Robles, en un acto en el que terminaron lanzando simbólicamente a Rosario Robles como presidenta de México por "ser mujer".
En 1996, sin embargo, nada de esto yo sabía que podía suscitarse en la industria editorial con la también amiga del perseguido Salman Rushdie y quien sería además fundadora de la Casa del Escritor Perseguido (¿por sus propias víctimas estafadas?) en el Distrito Federal. Con todo, la aparición de la inquietante entrevista fue la primera noticia que tuve no sólo del potencial de mi manuscrito, al menos, como fuente indirecta de inspiración de otros para su planteamiento futurista con heroínas que eran observadas desde una dimensión celestial, sino también de la forma como la solidaridad feminista funcionaba en tales predicamentos.
El segundo ejemplo es más conocido: para mí lo de menos en verdad es si la presunta Laura Esquivel (o quien sea que se oculte tras esa firma) presuntamente tuvo hipotético acceso a mi presunto manuscrito de un virtual Dios para una improbable Cordelia que mi supuesto editor especulativamente le entregó para que presuntamente lo promocionara y que presuntamente terminó usando como presunta referencia para la manoseada armazón de un libro suyo. Esto, porque yo creo que los libros, cuando los publican (esto es, cuando nadie amedrenta ni llama por teléfono para interferir en la publicación ni mete a la cárcel a los editores y se permite que los libros sean publicados), tienen cada uno sus propios lectores y caminos.
En cambio, los hechos empezaron a cobrar cierto interés para mí cuando la novelista —quien durante la Presidencia de Carlos Salinas de Gortari fuera premiada como La Mujer del Año—, si realmente no tenía responsabilidad alguna en las suspicacias que despertaron en los lectores los parecidos entre mi novela y su libro lanzado al mercado unos cuantos meses después del mío, lo cierto es que comenzó a comportarse como la más culpable de las culpables, desatando una campaña que los inocentes no se toman la molestia de emprender con habladurías, con presiones, tratando de levantarme falsos ante mi editor Rogelio Carvajal (quien ya no quiso publicar la segunda edición de mi libro cuando se agotó la primera), ofreciendo “producciones” (una manera elegante de soborno) a las diferentes artistas para las que yo era guionista, mandándolas pedirme que “por favor no le fuera yo a hacer nada a la pobre de Laura Esquivel, que era una idiota (sic de sus propias amigas) pero que no actuaba de mala intención y que era muy generosa" porque a ellas les había ofrecido producirles su próximo disco o video u obra, etc.
Quiero omitir las evidentes diferencias entre un libro que critica la sumisión femenina y otro que promueve las supercherías y la cocina para las mujeres, y por qué es bastante contradictorio que una artista supuestamente feminista participe en la promoción de ambos al mismo tiempo; me remito sobre todo a una interrogante que me dio mucha risa: si mi número telefónico parecía circular entre tanta gente que se tomaba la molestia de llamarme para implorar que no se me fuera a ocurrir levantar una demanda contra “la pobre tonta de Laura Esquivel”, ¿por qué ella misma no marcaba el teléfono para aclarar el entuerto —si realmente de un malentendido se trataba—, o para pedir una sencilla, sana disculpa, si es que en el llano plagio es en lo que había incurrido por creer que mi manuscrito nunca sería publicado y que se podría aprovechar de él? En lugar de eso, no dejaba de actuar como si fuera una delincuente descubierta con las manos en la masa, reaccionando excesivamente indignada ante la crítica literaria y convocando mediante llamadas telefónicas a mi inmediato desempleo. ¿Qué persona que no se roba nada y que nada oculta actúa así? Ella sola se puso el letrero de culpable en la frente cada vez que movió a la articulista Lourdes Hernández (casada con el pintor Felipe Ehrenberg, agregado cultural de México en Brasil durante el sexenio foxista ), en Argos Producciones, o a la guionista Marcela Fuentes-Beráin, en Televisa, o a los integrantes del grupo de rock Maldita Vecindad, o a sus asistentes y arrimados, a pregonar a quien quisiera escucharlos que era yo quien le había robado su novela y no al revés, y se sigue poniendo la dicha etiqueta cada vez que, en los círculos feministas, en los medios editoriales nacionales y extranjeros y en la prensa nacional y extranjera, se atreve a sugerir, así sea sesgadamente, que yo le tengo envidia (de su talento y su originalidad, se entiende; de su juventud y su belleza; de los muchos hombres que la han amado y que le han pedido que se case con ellos no por su dinero, sino por su gran valor humano, y de las numerosas amigas que a sus espaldas dicen que es una estúpida mediocre pero que la frecuentan, no por su fortuna, se entiende, ni por conseguir alojamiento gratis en Nueva York, sino por su inteligencia y su edificante conversación).
Pero, por intrigante que resulte la reacción autoacusatoria, sus desfiguros no equiparan los desplegados por las feminísimas mexicanas cuando empezaron a llamarme por teléfono para decirme que yo debía hacer lo que a Laura Esquivel le convenía, no a mí; que eso era lo más recomendable “por mi bien”.
Nunca ha habido ni habrá tanta gente preocupada “por mi bienestar”, ni tantos escritores, guionistas, cantantes, caricaturistas, actores, periodistas, directores, músicos, abogados de derechos de autor, videoastas y pintores tan interesados en “la protección” de mi carrera literaria, ni tan de acuerdo en que “mi bien” es lo que lo que le conviene a una millonaria que se pone como piraña cada vez que oye hablar de mí y que me quiere ver aislada, en las listas negras de todos los medios editoriales y teatrales: la intelectualidad progresista mexicana de pronto coincidía con que en eso consistía mi destino y que además estaba muy bonito. Por lo demás, cualquiera estará de acuerdo en que la persona más autorizada por la fuerza de los usos y costumbres para pontificar sobre lo que es “el bien” de uno es la mamá. Pero extraordinariamente esta vez la mía, siempre tan asustada y escandalizada por mí, oía con desconfianza los inventos de mi hermana sobre mi lazo sexual con Alfonso Arau —el ex marido de Laura Esquivel— y guardaba silencio frunciendo el ceño (“¿Será...?”, se preguntaba).
En ese peculiar orden de ideas, mi directora Jesusa Rodríguez me llamó para tratar de persuadirme de que “no debería importarme que esa bruta me copiara mi libro”. El argumento más frecuente en labios de los repentinos expertos en mis mejores intereses profesionales y financieros (no sé si se pusieron de acuerdo entre ellos para decirme esto) era que “mi novela era tan buena que no me convenía que la gente la asociara con ese bodrio". Como sea, fue la primera vez que no obedecí las indicaciones de mi directora ni corté lo que ella sentía que “le sobraba”al espectáculo. Después me mandó un fax que no puedo publicar porque yo no revelo las cartas íntimas: nada más los actos de acoso laboral y de represalia contra la libertad de expresión. Como sus palabras no dieron resultado, su esposa, la compositora Liliana Felipe, me perdonaba la vida permitiéndome tener una conversación con ella “siempre y cuando no tocáramos ese tema que la tenía tan disgustada".
En medio de una plática bastante tensa comimos en el patio de su establecimiento los platillos que eran receta del poeta Salvador Novo, deliciosos, pero que a mí se me atragantaron ante el enfado contenido de Liliana. Ni siquiera podía mirarme a los ojos. ¿Exactamente qué había hecho yo? Con todo y su enojo, ella no podía explicarlo, pues por órdenes de mi abogado (que después resultó ser conocido de Laura Esquivel y que no quiso continuar mi caso), yo tenía que decir a la prensa que nadie me había plagiado y que no había pasado nada, cosa que me pasé haciendo. Por añadidura, las preguntas sobre los parecidos entre ambas novelas no las había planteado yo; se habían suscitado en los periódicos (aunque cabe señalar que el primero no en descubrir las sorprendentes similitudes pero sí en publicarlo fue el director de la Sección Cultura de El Financiero, Víctor Roura, quien a raíz de su crítica La ley del desamor recibió una carta amenazadora de Laura Esquivel y luego otra también de Laura Esquivel diciendo que la anterior era apócrifa, todo lo cual fue muy chistoso y levantó aún más sospechas, no sólo respecto a la supuesta culpabilidad de la empresaria sino sobre su coeficiente mental). Creo que Liliana Felipe estaba ofendida porque quería y no podía culparme de nada indignante y vil. Me parece que en el fondo sabía que yo no me “mando a hacer” entrevistas a la medida cada vez que se me viene en gana, como muchas de sus poderosas amigas; que pensar eso de mí es sobreestimar mi poder y margen de influencia en los medios periodísticos, y que si alguien sabía qué tan débil siempre había sido mi posibilidad de defenderme económica y profesionalmente respecto a mi sueldo y mi crédito como escritora, ésa era Liliana Felipe, la encargada de las finanzas de El Hábito. Así que, en aquel restaurante que me parece que se llamaba El Refectorio, parecía una monja irritada ante una blasfemia, mientras yo me acordaba de su propia canción No me arrodillé y seguía las instrucciones de su letra (“porque pensar es dejar de arrodillarse”, canta la compositora argentina).
Otra que me perdonó la existencia entera fue la videoasta Ximena Cuevas, quien me citó en su casa de Tlalpan, donde junto con la actriz Úrsula Pruneda* me recibió para informarme que ambas eran mis amigas “a pesar de todo" (¡qué lindas!), que "habían estado en la playa mientras todo eso ocurrió (se refería al reportaje aparecido en la revista Proceso sobre el particular), de lo cual, dijo, tampoco sabía mucho y era otra que tampoco quería hablar, pero que "la amistad continuaba". Se suponía que debía sentirme honrada de tal deferencia porque Ximena Cuevas iba a trabajar en un video de Laura Esquivel y a pesar de eso seguía siendo mi amiga. Por obra de la dialéctica, para estas amigas no había contradicción entre trabajar en los productos promocionales de quien lanzara su guerra personal de baja intensidad contra mí y seguir esperando de mi parte la confianza, el cariño y la lealtad que les había profesado cinco años.
Por su parte, la actriz y cantante Regina Orozco era la encargada de obtener información de mí para referírsela a Laura Esquivel: quién era yo, dónde vivía, quiénes eran mis amigos, quiénes habían sido mis novios, qué secretos tenía que se pudieran exhibir después en nombre de la tan noble causa de desacreditar mi trayectoria para que ahora sí no me alcanzara ni para pagar los cuartos de azotea, total: la culpa de todo era mía por no dejarlas producir dinero a gusto. Tardé mucho en entender que estaba tratando con una espía de la empresaria (pero cuando lo descubrí, empecé a inventar cosas de mi vida y me divertí). No sólo perdí mi trabajo con Regina Orozco, sino evidentemente también la amistad, lo que en su momento me dolió más que los muchos espectáculos hilarantes que creamos juntas.
También esta serie de sucesos coincidió con que dejaran de contratarme Eugenia León (a quien metieron en el disco promocional de Laura Esquivel de último momento para que ocupara el lugar de un tenor que por personalísimas razones tuvo que cancelar su participación), y Betsy Pecanins (quien me comunicó la única reacción madura y comprensiva: sus palabras inteligentes las guardé en mi corazón).
En El Hábito, luego de cinco años de trabajo (1991-1996) y cerca de treinta y tres espectáculos escritos sin becas del Conaculta (las dramaturgas más activas y productivas del Sistema Nacional de Creadores, con beca de tres años, ganando el triple de lo que yo obtenía de regalías, escribían el 2% de lo que yo producía y estrenaba en la misma cantidad de tiempo, según descubrí tras leer en un reportaje de Guadalupe Rivera Loy publicado en la Sección Cultura de El Financiero), me dejaron de llamar y en mi lugar entró Carlos Monsiváis (becario vitalicio del Fonca) inmediatamente después de mi último espectáculo.
—Malucita preciosa: te suplico que me ayudes a corregir los pésimos, mamonsísimos chistes de Carlos Monsiváis, porque estrenamos la próxima semana y el guión es una mierda —me dejó grabado una de las actrices principales en mi contestadora automática.
Esa grabación telefónica sí que la conservo de recuerdo, pero a tal humillación no me presté. Los chistes “mamonsísimos” los mejoraron Ximena Cuevas y Jesusa Rodríguez y el espectáculo firmado por el autor de Por mi madre bohemios obtuvo una publicidad sin precedentes en El Hábito, con reseñas muy positivas aparecidas en el periódico La Jornada (donde hasta entonces habíamos estado virtualmente vetadas Jesusa Rodríguez, Eugenia León y yo), cada tercer día, al principio, y con una regularidad aproximada de una vez a la semana a la mitad de la temporada.
Ni qué duda cabe que con mi salida del bar El Hábito las dueñas salieron ganando: desde entonces la difusión de su trabajo en los periódicos, especialmente en el dirigido por su amiga personal, es abrumadora y constante, maravillosa y contrastante con las escasas noticias que atraían antes. Nadie puede objetar que cuando yo estaba escribiendo ahí iba más gente porque no es cierto: igual el recinto se llenaba antes y después de mi expulsión. Lo único que se puede apreciar es que Liliana y Jesusa salieron beneficiadas por doble partida: porque los dos poderosos e influyentes escritores que las protegieron ya no ven con malos ojos a su guionista (ya no soy yo), y porque desde entonces sacan cualquier noticia de ellas en el periódico de sus preferencias, a veces incluso cada tercer día y por lo menos una vez al mes.
Yo, por mi parte, también salí ganando al no someterme a cambio de una vida de engreimiento propio de higadazo momificado en su máxima potencia como la que han llevado mis enemigas, ni escribiendo “chistes mamonsísimos”, ni llevando una vida mamonsísima. ¿Quién perdió entonces?
Quizás la pregunta no sea tanto "quién" sino “qué” se perdió en un feminismo secuestrado por una sola clase social; un movimiento femenino que confundió desde hace diez años, y que sigue confundiendo ahora, la diferencia entre “solidarizarse” y “solaparse”.
Se perdieron los principios de la independencia por un movimiento entendido como un club de amiguitas millonarias, poderosas y famosas que se protegen unas a otras en forma de logia masónica, pero por ser “mujeres”, independientemente de lo que piensen y hagan.
“¿Hay que apoyar a todas las mujeres sólo porque no son hombres?”, nos decimos las mujeres mexicanas en la era de las traiciones y mentiras de Rosario Robles. Pero para las ricas y famosas ese dilema estaba resuelto hace diez años, pues yo no soy hombre y a la hora de decidir entre dos mujeres optaron por defender un estrato social específico: el de ellas.
Años después de sostener tan ingobernables razonamientos, en un acto que podría titularse Mi antisalinismo no viaja al extranjero, Jesusa y Liliana vinieron a Nueva York a trabajar en una obra teatral con la hija de José Carreño Carlón, la cual se lleva muy bien con su papá (ex vocero y a la fecha todavía amigo cercano del ex presidente Carlos Salinas de Gortari). Durante su estancia aquí, Jesusa me estuvo buscando. Como yo no quise verla y mi compañero casi le cuelga el teléfono, Jesusa me mandó un correo electrónico explicándome para qué me había estado tratando de contactar: quería escribir para El Hábito —con crédito de Monsiváis, supongo— un espectáculo que a mí se me había ocurrido, y necesitaba que le diera mi autorización para usar mi idea sin permitirme escribirla (por ser yo ya persona non grata en El Hábito) y sin darme crédito. Le dije que, por supuesto, no le daba mi autorización, y se enojó, porque con eso yo demostraba, dijo, "que la amistad" entre nosotras "no me importa".
El reclamo es ilustrativo respecto al laberinto conceptual en el que la solidaridad femenina se enreda sola como en un velo que le cubre la verdadera cara, para obtener licencias que le arrebata a cualquier causa. Yo pienso que estas mujeres actúan como los puertorriqueños en Nueva York cuando se ponen a patear mexicanos: ellos les hacen el trabajo sucio a los blancos, y ellas, a los hombres.
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Notas:
NOTA DE ATENCIÓN: *La actriz Úrsula Pruneda no tiene ninguna otra conexión más que incidental y accidental con este episodio. No se habló en su nombre en aquel momento cuando se usaba la primera persona del plural.
**A mediados 2009, la ex esposa de Christopher Domínguez —uno de los jurados del Premio Alfaguara— me escribió que el ganador se selecciona desde antes del certamen y que ella, no su marido, era la que debía leer y dictaminar las novelas porque aunque ya se supiera quién iba a ganar tenían que hacer un teatro y al marido "le daba flojera" leer las novelas. De modo que ella fue la que preparó los simulacros de "dictámenes" de muchos de los trabajos de los postulantes. ¿Se imaginan, someter un trabajo a concurso que no sólo está amañado, sino para que lo lean las esposas o novias de los jurados? Y no es que el escritor no quiera lectores: el problema es que la esposa o novia no tiene que rendir cuentas de nada ni a nadie porque no es ella quien tiene el trato directo o contrato con la editorial. Los concursantes están a merced de la personalidad de la esposa. Si ella no tiene conciencia moral de ningún tipo, tampoco tiene que responsabilizarse, y si quiere traficar con manuscritos cuando le dé la gana, como le dé la gana, podría no sólo sacarles copias y repartirlos sino venderlos. ¿Así cómo no van a terminar las obras en otras manos?
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1. Mujeres de palabra, de Verónica Ortiz, Planeta, 2005. A propósito del libro, la autora dice en entrevista con Guadalupe Vallejo Mora (Cimac): "Mujeres de palabra es también un homenaje a Elena Poniatowska, pues con excepción de Fabienne Bradu, las entrevistadas la tenían presente, ya sea que les ayudó a publicar o empezaron en su taller o bien, les dio la mano. Ella (Elena) es la gran matriz, la gran madre en la mejor acepción de la palabra, que las abraza y recoge y establece posibilidades para que las mujeres escriban y publiquen".
2. Le sucedieron el español Pérez-Reverte con La reina del Sur (Alfaguara, 2002) y el mexicano Juan Villoro con El testigo (Anagrama, 2004) novela donde, además, el escritor hace una sátira, no de los plagiarios... ¡sino de los plagiados!
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